Por Eduardo Ferreño Seoane
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12 de abril de 2020
Si atendemos a las últimas cifras que en estos días tan atípicos estamos recibiendo de las autoridades públicas, sabemos que ya se ha superado el millón y medio de contagiados por el virus Covid- 19 en el mundo, y asimismo se rondan ya casi los cien mil fallecidos, de todos los que a España corresponden aproximadamente el diez por ciento. Números sencillamente desoladores que hablan por sí solos de una crisis sanitaria a principios del tercer milenio que sólo tiene parangón con las mayores a las que se ha enfrentado el Hombre en su Historia, lo que hace que la situación actual adquiera tintes casi apocalípticos, sin temor alguno a la exageración en esto último que digo. De entre todas las medidas que han sido adoptadas para frenar la pandemia, ha sido especialmente destacada el acuerdo del confinamiento domiciliario de las poblaciones en los distintos lugares por los que se ha ido expandiendo el virus, fundamentalmente en su trayectoria que lo llevó de Asia a Europa (Italia y España en primer lugar), entre los meses de Diciembre y Febrero pasados, y que, sólo a continuación se terminaría de extender por los restantes continentes y países del mundo, hasta haber alcanzado a día de hoy una dimensión casi completamente global. Y así ha sido debido al convencimiento de los especialistas de que la mejor medida a adoptar, a falta de vacunas ni medicamentos con que combatir la enfermedad, es la reducción al mínimo imprescindible del contacto entre las personas, de manera que así se ataje cuanto antes su expansión. Esta drástica reducción al mínimo del contacto social que vivimos estos días, tanto profesional como personal, independientemente de los mejores o peores resultados que esté alcanzando en relación con su objetivo principal, creo que en todo caso ha hecho que muchos de nosotros estemos estos días en nuestras casas, en parte replanteándonos elementos esenciales de la forma y estilo de vida de nuestras Sociedades, que casi damos por supuestos, y que, en consecuencia, puede que no fueran del todo valorados en su justa medida en circunstancias normales (si es que acaso lo fueron algo...). La manifestación jurídica de toda esta situación por la que estamos atravesando es que uno de nuestros derechos fundamentales más preciados se haya visto reducido de la noche a la mañana a su mínima expresión en aras de la erradicación de la pandemia. No es casualidad, sin ánimo alguno de entrar en pormenores ni disquisiciones doctrinales, que los especialistas del Derecho Constitucional tiendan a encuadrar el derecho fundamental a la libertad entre los llamados “derechos de libertad”, habiendo incluso bastantes que lo denominan así. Ésto es, no sólo una libertad “física” o “deambulatoria”, que también, como la ha caracterizado la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (especialmente sentencias 120 y 137/1990, de 27 de junio y de 19 de julio respectivamente). Sino además una “libertad de conducta”, como la posibilidad de cada uno de adoptar los comportamientos y acciones que deseemos en todos los ámbitos de la convivencia social, personales y profesionales, de conformidad con las prioridades y preferencias que cada persona tenga, siempre dentro obviamente de nuestras respectivas posibilidades. Esta libertad a que se refieren el artículo 17 de nuestra Constitución, y equivalentes tanto internos como internacionales, no obstante, no debería de ser entendida de manera ilimitada, sino dentro de los márgenes que marca la ley a la referida convivencia en Sociedad. Es decir: ser libre no implica el poder hacer lo que se quiera sin límite alguno, como dijo Montesquieu en su conocida obra “El espíritu de las leyes”. Idea que el mismo autor formula también en sentido afirmativo al decirnos que “la libertad consiste en poder hacer todo aquello que las leyes permiten”, y que así recogerían los constituyentes norteamericano y francés en sus Declaraciones de derechos de los años 1787 y 1789. Todo lo que entronca íntimamente, insisto, de manera breve y sin ánimo alguno de exhaustividad, con el concepto y también derecho fundamental a la seguridad, al que están inexorablemente unidos tanto el derecho a la libertad del artículo 17 de la Constitución, como la libertad de circulación del artículo 19, sobre todo frente a las injerencias ajenas en la libertad personal, y especialmente de los poderes públicos. Una seguridad (también sanitaria) que en los Estados democráticos corresponde garantizar a los propios poderes públicos (artículos 43 y 104 de la Constitución), y que, en todo caso, será instrumental del ejercicio de aquellos derechos por los ciudadanos, por lo que las alteraciones y suspensiones de los mismos serán las mínimas imprescindibles para el restablecimiento de los niveles de seguridad adecuados en que aquellos derechos puedan volver a ejercitarse con normalidad. De modo que, a los efectos que aquí nos ocupan, aquella deseable previsión legal de la que nos habló Montesquieu, y a la que se refiere el inciso final del art. 17. 1 de la Constitución, debe de entenderse cubierta por los términos del art. 3º de la LO 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública: “Con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente necesario, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. Recientemente modificado su cuarto (y último) artículo por el RD- ley 6/2020, de 10 de marzo, en relación con las medidas a adoptar para garantizar el suministro centralizado de medicamentos y demás productos sanitarios. Conviene también aclarar que el tan repetido confinamiento de estos días, era antiguamente una pena privativa de libertad que contemplaban tanto el Derecho Penal común hasta el Código Penal del año 1973, como el Derecho Penal militar hasta su anterior Código de 1985, derogado por el actualmente vigente Código de Justicia Militar de 2015. Y que, en ambos casos, iban de la mano de las ya muy superadas también por el actual Derecho Penal, penas de destierro y de extrañamiento, como digo, hoy del todo inexistentes. Por lo que, a día de hoy, no deberíamos de preocuparnos más allá de lo estrictamente necesario por el status actual de nuestros derechos fundamentales. Todo lo dicho debe de ser contextualizado en la actual situación de crisis sanitaria por la que atraviesan el mundo, Europa y España, y que ha llevado a la necesidad de declarar por segunda vez en nuestra Democracia el estado de alarma el pasado día 13 de marzo, de entre los estados de anomalía constitucional que prevé el artículo 116 de la Constitución, y que desarrolla la Ley orgánica de 1 de junio de 1981. Lo que ha hecho que algunos se plantearan la posibilidad de si sería necesario dar un paso jurídico más y proceder a la declaración del estado de excepción (o incluso de si ya nos encontramos en el mismo de una forma encubierta). Cuando más bien, independientemente de que se pudiera sacar adelante políticamente, hay que recordar que uno y otros fueron pensados para resolver situaciones distintas, y en consecuencia, los estados de excepción y de sitio conllevan unas suspensiones colectivas de determinados derechos fundamentales a los efectos de la superación de las circunstancias que los suscitaron que en el estado de alarma no se dan, ni se consideran necesarias para su solución (artículo 55.1 de la Constitución). En su lugar se ha entendido bastante con la mera limitación jurídica de algunos de esos derechos fundamentales (desde que en los primeros días se basó en una deseada colaboración ciudadana, que nunca terminó de llegar del todo), como los de libertad y seguridad del artículo 17 de la Constitución a que me refería arriba, pero de los que hoy todos los ciudadanos seguimos gozando, aunque sea con fortísimas restricciones, a diferencia de lo que ocurriría si se hubiera declarado el estado de excepción, en que ésos y otros derechos fundamentales probablemente estarían suspensos de manera colectiva. Poco antes del estallido de la Revolución Gloriosa, John Stuart Mill escribió en su tratado “Sobre la libertad”: “La única libertad merecedora de ese nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro propio camino, en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos lograrlo”. Pasados más de tres siglos desde entonces, estas palabras suyas-como las de Montesquieu- siguen plenamente vigentes, si es que acaso con mayor vigor que nunca, en un momento histórico crítico hasta el extremo como es el actual, entre muchas otras razones también respecto de nuestro derecho fundamental a la libertad (y no sólo la física o deambulatoria, que, insisto, también). Confiemos en los especialistas, acatemos las órdenes de las autoridades, y esperemos en una pronta recuperación de la normalidad, que nos permita tanto despedirnos de los seres queridos que hayamos perdido, terminar de curarse a aquellos que se contagiaran, y hacer un balance del que saquemos las conclusiones oportunas de la situación tan extrema por la que hemos atravesado estos meses pasados.